Aquel hospital no me ofrecía ningún alimento para el recuerdo. Mis hermanos conversaban entre ellos sobre temas que no acertaba a escuchar, y por los que no sentía ningún interés.
Llegó el momento de la comida de padre. Aquí podíamos cruzar palabras sueltas y frases hechas, sobre las virtudes o defectos de los menús de aquel caro hospital, donde padre intentaba unirse a una posible reconciliación a un conflicto no declarado, pero que nos mantenía separados muchos kilómetros, y sobre todo por muchas incompatibilidades emocionales mal resueltas.
Viendo aquellas bandejas departamentadas, con huecos diferentes para los platos que servían a padre, recordé la comida del servicio militar.
Cuando partí a servir, a cambio de no ingresar en prisión, aún odiaba la comida. Y no sólo aquella comida militar, preparada con prisa, suciedad y con los peores productos del mercado; no me gustaba la comida en general, ni la que preparaba madre con todo su cariño.
A las 12:30 sonaba la sirena que indicaba que debíamos formar en el patio escolar. Hasta los 12 años formabamos para todo. El autobús escolar partía del mismo patio donde corría el balón en los recreos, y siempre surgía la misteriosa historia sobre el niño que, habiendo salido sin permiso de la formación, fue atropellado por el autobús, quedándose inválido para toda su vida. Yo nunca lo vi. El autobús era un bullicio de niños hambrientos. Ninguna chica. Algunos más tranquilos, otros agresivos pero, en definitiva, yo era el único que iba sentado en el mismo asiento cada día y cuatro veces al día. Porque entonces, aunque fuéramos muchos hermanos, y vivieramos lejos, siempre comíamos en casa. En el comedor comía mi amigo Alejo, que no tenía madre.
El autobús era mi momento de paz. En aquel viejo trasto hacía mis resúmenes mentales sobre lo acontecido durante el día. Un resumen que escribía mentalmente despacio, analizando cada detalle, cada frase pronunciada, cada movimiento fuera de lo habitual. Todo quedaba registrado en aquella mente inquieta, a la que no le interesaba en absoluto la materia que impartirán aquellos curas aburridos. Aquellos curas que te contaban todo lo que habían aprendido a contar.
Las reflexiones de autobús, como yo las llamaba, versaban siempre sobre los acontecimientos del día. Me interesaba mucho todo lo que recibía de aquellos compañeros. Algunos admirados, otros odiados, y una gran parte casi ignorados. Admiraba la agresividad física con la que expresaban algunos, porque yo carecía de la fuerza y de la osadía para enfrentarme a nadie, y me suponía un esfuerzo importante entender a los intelectualmente sumisos, que aprendían de memoria todas las lecciones de aquellos libros que nos entregaban como un tesoro cada año. Los dociles, los agresivos, los anarquistas, los extremadamente altos o bajos, los apellidos con rima inteligente, y cualquier cosa que me diera un argumento para desarrollar una idea de como eran y en que pensaban. Todo era útil para crear historias en mi mente inquieta.
Los últimos kilómetros, antes de mi parada, mis pensamientos se centraban en como me iba a deshacer aquel día de parte de la comida que madre me pusiera en el plato.
De mis hermanos no creaba historias. Los veía cada día. Comían muy bien.