Era domingo, y aquel hospital estaba lleno de miradas curiosas. Hijos, nietos y demás familiares hacían la visita de rigor. La de la palmada en la espalda. La de la herencia esperada, casi desesperada.

No era un buen día para acudir a ver a padre, pero él insistió en que debía unirme a mis hermanos en una visita que dolía, pero que parecía inevitable.

La sala estaba dividida por unos biombos improvisados que, a modo de oficina, nos separaban de los demás. Pero el problema no eran los demás. Creo que si hubieran preguntado por la retirada de aquellos elementos, que permitían aquella intimidad tan poco deseada, todos nos hubiéramos decantado por mezclarnos con esos desconocidos, que evitaban un choque frontal con el pasado. Aquel pasado lleno de diferencias no declaradas. De violencia no expresada. De energía somatizada. Y la cuestión es que no había motivos para nada que no fuera una relación cordial, sin demasiados alardes de amor, pero la tensión era siempre parte de estos encuentros de antaño, y ahora no iba a ser menos.

Aquellos tres hombres y yo éramos totalmente diferentes. Lo decía madre; «… que con la educación que os he dado, no entiendo tantas diferencias de carácter y de forma de ver la vida». Pero así era. Así fue siempre, por más que mi madre intentara ser el pilar de aquella estructura dura en lo cotidiano, pero frágil en casos extremos, sin flexibilidad, como explicaba el profesor de física en la escuela sobre algunos materiales que ahora conocía bien, por mi profesión.

Os puedo garantizar que se puede derrumbar un edificio entero, construido con el mejor acero, si el cálculo de las estructuras esta mal hecho.